28 junio 2006

Las cuatro estaciones - Otoño

Un relámpago partió en dos la noche de Madrid. Unos segundos más tarde, un trueno ensordecedor acallaba todos los ruidos de la gran ciudad. María se despertó de un sobresalto. Los últimos meses apenas podía pegar ojo. El secuestro en el restaurante chino había minado su carácter. Antes era fuerte, decidida, valiente y racional al extremo. En cambio ahora era frágil, asustadiza, paranoica y nerviosa. No podía quitarse de la mente el momento en el que entró en el restaurante y no vio a nadie. Alguien le agarró por detrás y le tapó la boca para que no gritara. Después, un gran vacío. La habían dormido con un pañuelo con cloroformo. Javier se había percatado de su ausencia y había llamado a la policía. La encontraron en el almacén amordazada y dormida. La policía le explicó que podía tratarse de un caso de tráfico de órganos o trata de blancas. Los dueños del restaurante fueron detenidos, pero al cabo de dos días fueron puestos en libertad por falta de pruebas.

Ahora cualquier persona con rasgos orientales le parecía sospechosa. Aunque bien pensado, nunca vió la cara de su agresor. Todo el mundo era sospechoso. Se estaba volviendo loca.

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Alberto se asomó a la ventana de la pensión. Las tormentas le recordaban a su infancia, cuando vivía en Finisterre. Aquellos días cubiertos de lluvia, su abuelo solía llevarlo junto a los acantilados. Los ancianos del lugar contemplaban el mar embravecido y recordaban historias de pescadores desaparecidos en noches de meigas. Los escépticos decían que habían muerto por la bravura de las olas. Los demás guardaban silencio. Alberto los escuchaba con una mezcla de curiosidad y miedo. Luego volvían a casa donde su abuela les esperaba con el fuego encendido. Mientras se secaba, él le contaba a su abuela los relatos de los pescadores y las meigas. Su abuela le respondía que no hiciera caso de aquellos viejos chochos.

- El peor enemigo del hombre no son las meigas, fillo meu, es la soledad - sentenciaba muy seria.

Cuando creció entendió la gravedad con que su abuela decía esa frase. Ella había pasado meses, años sacando adelante a sus cuatro hijos sóla, mientras su marido trabajaba en la mar. Ahora aquella frase le parecía más auténtica que nunca. Sin casa, sin trabajo, sin Marta. Sólo.

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I never meant to cause you any sorrow
I never meant to cause you any pain
I only wanted one time to see you laughing

I only want to see you laughing in the purple rain

Marta pensaba lo retorcidas que pueden ser las jugadas del destino. Aquella canción que tantas y tantas veces había escuchado con Alberto se había convertido en la crónica de sus vidas. Quizás fue el azar el que decidió que Marta se olvidara el teléfono móvil aquella noche. Quizás fue coincidencia que su compañero Carlos le mandara un mensaje recordándole su dirección. Quizás fue fortuito que Alberto lo leyera. Quizás estaba escrito que el único desliz en la vida de Marta, lo presenciara su marido. Azar o destino, qué mas daba. La realidad era que ella había perdido a Alberto para siempre.

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Bajo la tromba de agua, una pareja se besaba en un portal. Era Javier despidiéndose de su última conquista.

- Hasta luego, princesa. Espero verte muy pronto. Estaré en ascuas hasta la próxima vez que te vea. Te llamaré - dijo sonriendo.

Mentía. No habría espera y, mucho menos, llamada de teléfono. Pero así ella se iba contenta a casa. Le encantaban ese tipo de chicas ingenuas y perversas. Como la Lolita de Nabokov. Era muy fácil prever sus respuestas ante sus movimientos. Un poco de misterio, un poco de conversación interesante, una mirada a tiempo eran suficientes para llevárselas a la cama. Y luego, a otra cosa, mariposa. Sus amigos le decían que algún día encontraría la horma de su zapato, pero él no pensaba así. Se sentía incapaz de limitar su virilidad a una única mujer. El amor no entraba en sus planes, en absoluto.

Javier caminaba ensimismado bajo la lluvia por las callejuelas que le llevaban a sus casas. Escuchó unos pasos. Se paró en seco. No vió a nadie. Continuó caminando y volvió a escuchar pisadas. Alguien le estaba siguiendo.

26 junio 2006

Las cuatro estaciones - Verano

El aire acondicionado de aquel bar era como un oasis en medio del desierto. Agosto era un mes infernal. El sol derretía el asfalto y el calor era tan sofocante que parecía imposible respirar. Al fondo del bar, en una mesa retirada del resto, Alberto conversaba con Pedro.

- Esto se me está haciendo cuesta arriba, tío. Sin trabajo y ahora, casi sin mujer...- Alberto acabó la frase con un hilo de voz.

- ¿Qué dices? ¿Estás mal con Marta? Pero si parecéis la pareja perfecta- dijo Pedro. No podía dar crédito a las palabras de su amigo.

- Ojalá... Todo esto empezó hace tres meses... -Alberto tomó aire antes de continuar- Creo que Marta me la está pegando con ese medicucho que trabaja en su planta -Alberto dio un gran trago a su cerveza- Ese cabrón anda tras las faldas de mi mujer desde que ella entró a trabajar en el hospital. Y ya ves, va a resultar que el que la sigue, la consigue.

- Vaya... No sé qué decirte...

Alberto recordó con sorna la historia de Heráclito el Oscuro. El filósofo se había hecho enterrar en estiércol para curar su hidropesía.

- Pues así estoy yo, Pedrito, con la mierda hasta el cuello y sin curación posible.

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Marta solía aprovechar las pocas tardes libres que tenía al mes para disfrutar de una película en el sofá junto a su marido. Pero aquella tarde Alberto no estaba en casa. La situación entre ellos estaba muy tensa desde hacía tiempo. Concretamente, desde el 25 de Mayo. La noche de aquel día había entrado a casa de madrugada y había visto en la mesa una exquisita cena ya fría y dos velas consumidas. Su marido la escrutaba en silencio pidiendo una explicación. El alma se le cayó a los pies. Había olvidado su aniversario de bodas. Pidió mil y una disculpas. Le explicó que había salido a tomar un par de copas con Carlos para relajarse un poco, nada más. Al oir ese nombre, su marido se encendió y montó en cólera.

- Marta, son las 3 de la mañana. A estas horas ya no hay bares abiertos, no me jodas.

Había sentido muchos remordimientos por aquella noche, eso que no había pasado nada con Carlos. Él aún se sentía atraído por Marta y ella había entrado en el juego del coqueteo. Apenas salía por culpa del trabajo y su marido estaba apático con ella (y con todo) desde su despido. Por eso le gustó sentirse deseada. Por eso pasó una velada maravillosa con Carlos. Pero la estaba pagando a un precio demasiado elevado. Los celos de su marido no le dejaban vivir. Alberto recelaba de sus turnos de noche, cuando en realidad, no tenía otro remedio que hacerlos si querían llegar a fin de mes. Aquella situación resultaba insufrible y ella empezaba a estar ya harta.

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Eran las once de la noche y en el edificio de oficinas de la Gran Vía se veía una luz encendida. Javier y María trabajaban en el cierre de presupuestos previo a las vacaciones.

- Estos malditos documentos me están trayendo por la calle de la amargura. Y lo que nos queda... Esta va a ser una noche larga. ¿Por qué no dedicaríamos nuestras vidas a ser Hare Krishna? Con nuestras margaritas, nuestros cánticos, en paz y armonía con el mundo. Tú estarías preciosa envuelta en un sari- dijó Javier sonriendo.

- Sí, tú también estarías lindísimo con la cabeza afeitada al cero y una túnica naranja- contestó irónicamente María- Oye, aún no hemos cenado nada. ¿Hacemos un descanso de media hora y vamos a por algo de cenar al restaurante chino que hay junto a la estación? Tienen la cocina abierta las 24 horas.

A Javier le pareció buena idea. Con aquella vorágine de trabajo se le había olvidado satisfacer sus segundos instintos primarios. Bajaron al garaje y fueron en coche hasta el restaurante. María bajó del vehículo.

- Entonces pido arroz tres delicias y chop suey ¿correcto? Mira, tienes un sitio libre un poco más adelante. Esta calle es muy estrecha, no puedes dejar el coche en doble fila.

Javier vio como su compañera de trabajo se adentraba en el restaurante por el espejo retrovisor.

- Qué bien le sientan los trajes a esta chica- pensó.

Una vez aparcado el coche, Javier ojeó el periódico del día anterior para hacer tiempo. Le dio tiempo a leérselo entero y fumar tres cigarros. María estaba tardando demasiado. Salió del coche y se dirigió al restaurante. Las persianas del comercio estaban echadas y las luces del interior apagadas. Y ni rastro de María en toda la calle.

23 junio 2006

Las cuatro estaciones - Primavera

- Joder, este polen me va a matar... - murmuró para sí Javier después del enésimo estornudo del día. Iba de camino a la oficina y tenía que atravesar aquel parque que era su cruz del mes de mayo. Donde los demás veían un bello jardín de flores, él veía un foco de estornudos, picores y lágrimas. Si su astenia primaveral no era suficiente tortura, para colmo de males, esa tarde llegaban unos clientes de Barcelona.

- Un bonito día, sí, señores...- farfulló.

Al menos, el día tenía un pequeño aliciente, María, una becaria que había comenzado a trabajar en aquella triste oficina hacía pocos meses. Era una belleza morena, de curvas espectaculares, que alegraba la vista a cualquiera. Las penas no eran tan duras cuando entreveía sus piernas por la mesa del despacho.

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Las siete sinfonías del Apocalipsis resonaban en la cabeza de María. Tenía una resaca monumental y aún le quedaban tres horas para salir de trabajar. La tarde anterior había quedado a tomar un café con una vieja amiga. El café dio paso a las cervezas, y las cervezas a las copas. Habían acabado en un antro terrible rodeadas de híbridos de pulpo y buitre. María les sonreía, sabía que le invitarían a copas con el sueño de llevársela a la cama. Era muy consciente del impacto de su físico. Sin ir más lejos, estaba harta de las miradas que lanzaba su compañero de trabajo a su escote.

- Un día de éstos, voy a venir vestida como una monja. Y se cerró el kiosko, chato.- pensó.

De repente, recordó que aún no había colgado en la red el currículum que le había dejado su hermano.

- Pobre Alberto, él sí que lo está pasando mal, y yo me quejo de una simple resaca.
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En la otra punta de la ciudad Alberto preparaba una cena para dos en un pequeño apartamento. Era su primer aniversario de boda, pero el dinero no llegaba para irse de cena con su mujer. Después de diez años trabajando como informático para aquella multinacional, le habían puesto de patitas en la calle sin ningún escrúpulo. Ajuste de personal por falta de presupuesto, alegaron. Encontrar un trabajo ahora resultaba complicado. A las empresas les compensaba contratar a jovencitos a precio de esclavo, que contratar a un hombre con su experiencia. Se hubiera venido abajo si no hubiera sido por el apoyo de Marta. Ella trabajaba de enfermera en un hospital y los últimos meses no paraba de hacer guardias por las noches para poder pagar el piso a fin de mes.
- Y aún tiene fuerzas para sonreirme al llegar... qué linda - sonrió pensando en ella y continuó preparando la cena.

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Marta había terminado su turno. La guardia de aquella noche había sido terrible, no había dormido nada. Dos partos y tres accidentes que resultaron mortales. Vida y muerte en paralelo. Qué paradoja. Se cambió y se miró en el espejo de los servicios del hospital. El cansancio había hecho mella en su rostro. Aquellas ojeras le hacían cinco años mayor. Salió al pasillo y se cruzó con Carlos, un residente de su planta.

- ¿Has acabado ya? Vaya, pareces cansada... Tanto trabajo es perjudicial para la salud ¿lo sabes, verdad? Oye, yo termino ahora, ¿te apetece tomar algo en el bar de la esquina y así te relajas un poco?

Marta se encogió de hombros. Sus últimas semanas se habían limitado a un lineal despertar-autobús-trabajo, así que no le pareció mal saltarse un poco la rutina. Esperó a que Carlos se cambiara y llamó a su marido. Un tono, dos tonos, tres tonos... No cogía el teléfono. Le dejó un mensaje en el buzón de voz.

- Alberto, soy Marta. Llegaré tarde, no me esperes para cenar.

20 junio 2006

Al sur de Granada

Era un día normal de playa. El sol estaba vertical y me senté junto a la orilla con un amigo. Allí soplaba una brisa suave, agradable. El mar jugaba con nuestros pies. Si nos quedábamos callados, tirábamos piedras a ras del agua y las veíamos rebotar sobre las olas hasta que la gravedad ganaba la partida y las sumergía. Entonces apareció él y empezó a hablar con Luis. En todos los veranos que había pasado en aquella playa, era la primera vez que veía a aquel chico moreno, delgado, de ojos brillantes y sonrisa amplia. La extrañeza fue mutua, porque él también me contemplaba con curiosidad. Aquella tarde apenas cruzamos un par de palabras.
Luego vendrían las miradas furtivas de las salidas nocturnas, las sonrisas cómplices en medio de las conversaciones, las preguntas indiscretas a solas. Hasta que aquella noche decidí aparcar mi timidez y darte el primer beso. El resto de la noche estuvimos en un rincón perdido en la playa descubriendo la sensualidad de nuestros cuerpos. Y así pasaron dos veranos más. No importaba con quién o cómo hubiéramos pasado ese año. Tras el recelo del primer día, sabíamos que el verano era para nosotros dos.
Pero el tercer verano fue distinto. Un día me preguntaste qué sentía por tí. No supe qué contestar. Las reglas del juego habían cambiado. Aquél ya no era nuestro juego. Sabía que mis palabras podían hacerte daño. Y me asusté.
Aquel día debimos hacernos mayores porque no volvimos a jugar.

16 junio 2006

El gíglico*

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.

Julio Cortázar

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*Para entender el texto, léelo en voz alta. Las palabras irán tomando sentido...

13 junio 2006

El ojo de la cerradura

A tí, gentil caballero o dama inhumana que observas a través de la cerradura. A tí, que vives obsesionado por los secretos. Contemplas una belleza psicológica moldeada a fuerza de misterio. Como la Esfinge de Oscar Wilde. Al igual que el escritor, puede que descubras que la Esfinge, en realidad, no tiene secreto. Aunque siempre quedará la duda. Quizás real, quizás ficción. La imaginación es un arma poderosa.

09 junio 2006

Una noche de insomnio

Una noche más sin conciliar el sueño. Después de muchas vueltas, decido no luchar más contra la vigilia y me incorporo. Enciendo un cigarro y contemplo el cuerpo que se halla al otro lado de la cama. Duermes plácidamente. El humo se diluye en el aire dibujando extrañas figuras. Paso el rato con la mirada perdida en las espirales de humo. Apago el cigarro y vuelvo hacia tí. Retiro tu pelo hacia un lado y te beso la frente. Respiras suave. Me acerco a tu cara y juego con el vello de tu barba incipiente. A favor de la corriente, a contracorriente... A favor de la corriente, a contracorriente... Me quedo atrapada en el movimiento de mis dedos sobre tu cara. De repente, despiertas y me sonríes. Tu mirada brilla en la oscuridad. Pasas tu mano por debajo de las sábanas hasta llegar a mi cintura. Nos fundimos en un beso cálido, eterno. Deslizas tus dedos entre mis piernas y da comienzo la danza más bella y primitiva.

Tu cuerpo empieza y acaba en mi cuerpo.
Dos que son uno.
Uno que ahora son dos.

Caes rendido en la cama. Tus párpados van cayendo hasta quedarte dormido. La paz del guerrero. El hombre que vuelve a ser niño. Yo velo tu sueño.

08 junio 2006

Alas de mariposa

Un abuelo espera en la sala de un hospital. Impaciente, golpea su bastón contra el suelo. Finalmente, aparece una enfermera y le comunica que su hija acaba de dar a luz a una niña, Amanda. Sin mediar palabra, el viejo se aleja por el largo y oscuro pasillo mientras la enfermera, que no entiende nada, reclama su atención. Carmen, la madre de la pequeña Ami, vivirá obsesionada con darle un hijo a su marido Gabriel, intentando cumplir los deseos de su padre. La niña, reservada y muy sensible, será plenamente consciente del rechazo de su madre a pesar de su niñez. Pocos años después, nacerá el ansiado hijo varón y, entonces, algo trágico sucede...
Alas de mariposa fue la primera película de Juanma Bajo Ulloa, rodada en 1991. El ambiente de la película es claustrofóbico, oscuro, marcado por la relación amor-odio entre madre e hija. Lo mejor, la mirada inquietante de Ami.

05 junio 2006

Réquiem

No podemos seguir así. Ya no lloraba, es verdad, pero tenía la pena arraigada en el pecho. Hacía todo por inercia: levantarme, ducharme, ir a trabajar, tomar unas cañas, reir... Construía cada día como quien construye un castillo con ceniza. Con un simple soplido, me venía abajo. Te quiero muchísimo, pero no podemos seguir con esta farsa. Me acostaba con otros, pensando que sólo me hacía falta calor humano. Craso error. Cuando amanecía y veía a un desconocido durmiendo en mi cama, me sentía aún más sola. Quizás en cada uno de ellos, te estaba buscando. Lo mejor será que cada uno vaya por su lado. Evitaba pensar en tí, huía de los recuerdos, pero ellos saltaban la barrera de mi fuerza de voluntad y aparecían en la parada del autobús, en el cine, en la playa... El universo se había aliado para recordarme tu ausencia. Esto se acabó para siempre. Repetía estas palabras como un mantra para ver si me convencían, pero no había modo.
Hasta que un día apareció otro amor en mi vida. El amor propio. Me sacudí por dentro y pensé que ni tú, ni veinte tipos como tú, iban a echar por tierra mis ganas de vivir. Al fin y al cabo, sólo hay una vida, y hay que disfrutarla todo lo que está en nuestra mano.
Réquiem por tí.