29 diciembre 2006

Femme fatale

"¿Te interesa saber lo mucho que te odio? Te odio de tal modo que buscaría mi perdición para destruirte conmigo"

Gilda (Rita Hayworth)


Charlie, sírveme otro Margarita, por favor. Es curioso que el mundo haya cambiado tan poco... Las mujeres nacemos para ser princesas o putas. Y es que la visión del mundo sigue siendo en blanco y negro, y a mí la vida me ha puesto en el segundo grupo de féminas, por suerte. Sí, me considero afortunada, porque no nací para formar una familia y esperar a que mi maridito vuelva del bar para servirle la cena. Gracias Charlie. Soy yo la que está en el bar con todos los maridos, y veo que esa vida perfecta y ejemplar, como sacada de una serie americana, realmente es una farsa. Por lo menos, no me engaño. Al fin y al cabo, ¿qué, sino la falta de amor, es lo que llena los bares? Fíjate, sin ir más lejos, en los hombres acodados en esta barra. Algunos babosos no han dejado de mirar mi escote desde que me senté, les basta un simple suave contoneo de mis caderas para contentarse. Y luego están esos tipos duros que me miran de soslayo. Para ellos soy una presa bella y difícil a la que urdirán mil artimañas para seducir, cosa que me divierte. Me provoca cierto placer pérfido ver cómo su compostura va cayendo al ver que cada estrategema falla, hasta la desesperación. Ignoran que nunca lograrán enamorarme. Sólo una vez en la vida amé a alguien. Me acosté con muchos tipos para olvidar aquel amor, aunque en cada uno le busqué a él. Pero, en fin, todo eso es agua pasada, vamos a divertirnos. Por cierto Jimmy... ¿te he dicho alguna vez que tienes una sonrisa preciosa?

06 diciembre 2006

Monstruos

El sotano de la Facultad de Ciencias permanece aún cerrado desde el trágico accidente ocurrido hace un mes. Yo fui testigo del terrible suceso, aunque mi palabra nada vale en esta institucion. Antes que nada, me presentaré. Mi nombre es Soledad. Años atrás, era una digna profesora de Bioquímica en este centro, pero el alcohol, las máquinas recreativas y un matrimonio mal avenido hicieron que fuera expulsada y me convirtiera en la sombra que hoy en día soy. Vivo debajo del puente, los albergues para indigentes nunca me gustaron, pretenden que recuperemos la decencia perdida, pero ignoran que esa virtud nos la arrancó la vida hace ya tiempo. Me alimento de los víveres que Paco, el dueño de la cafetería de la Facultad, me ofrece. Él es el único que recuerda quién fui, Dios le guarde... Disculpen mi melancolía, a mi edad la cabeza se trastoca. Seguiré con el relato.

Aquel día salía por la puerta trasera de la cafetería con mis provisiones semanales. Bordeé la parte trasera del edificio, como siempre, no me gusta encontrarme con viejos profesores, deben ser los resquicios de dignidad que me quedan. Cuando estaba a la altura del aula de Anatomía, escuché una fuerte discusión. Reconocí la voz de Antonio, el celador que se encargaba de la conservación de los cadáveres que los alumnos de Medicina diseccionaban. Poca gente le llamaba por su nombre de pila, era más conocido como el Calavera, quizás por su rostro demacrado que no desentonaba con su sórdido lugar de trabajo. Para más inri, recuerdo que era parco en palabras, lo que le convertía en musa de todo tipo de leyendas negras en torno a su persona. Que si metía mendigos en la piscina de formol, que si hacía el amor con los cadáveres... Esta juventud de hoy en día no repara en imaginación a la hora de hacer bromas macabras. Aún así, inspiraba cierto miedo y respeto entre los estudiantes. Pero, ¿qué les iba contando? ¡Ah! la discusión.

- ¡¡Deja eso ahí inmediatamente!!- escuché a Antonio, el Calavera.

- Anda, un esqueleto del aula me habla, jajaja -contestó socarrona una voz juvenil- Antoñito, no te enfades, sólo quiero este cráneo para hacer una bromita a mis compañeros de piso, mañana está aquí.
- Mira, chaval, trae eso inmediatamente, no me toques más las pelotas.
Y comenzó el forcejeo por el cráneo al borde de la piscina de formol. El chico, más corpulento que el celador, pegó un tironazo, adueñándose del objeto de la batalla, pero con tan mala suerte que el impulso hizo que cayera a la piscina de formol. El líquido orgánico hizo que muriera prácticamente en el acto por ahogo. La policía detuvo a Antonio, el Calavera, ya que el formol fijó sus huellas en la piel del muchacho. De nada sirvieron los desesperados intentos del celador por relatar lo ocurrido aquella tarde. Las pruebas eran las pruebas. Las leyendas negras que corrían por los pasillos de las aulas empeoraron la situación del celador. Yo intenté confesar en comisaria los hechos de los que fui testigo, pero el testimonio de esta vieja borracha de nada sirvió. Al fin y al cabo, en esta sociedad ¿quién cree a los monstruos?