28 julio 2006

Desde la sombra (I)

Una noticia en primera plana recogía la noticia de la misteriosa desaparición del afamado reportero Óscar Salinas. En un retirado pueblo de la Sierra de Gredos, un hombre de treinta y pocos años, de aspecto desaliñado, leía la noticia en una pequeña tasca sucia y llena de humo, rodeado de ancianos lugareños que pasaban la tarde jugando al mús. El forastero aspiró el humo del cigarro con parsimonia y una media sonrisa se dibujó en su rostro. Nadie en aquel lugar sospecharía que el rostro amable y sonriente que aparecía en el periódico de mayor tirada del país se ocultaba tras aquellas barbas de días y aquellas greñas de meses. Pero dejemos que Óscar explique qué sucedió.
Este pueblo perdido de la mano de Dios es el refugio perfecto. Atrás quedó el infierno de mi anterior vida. Ahora respiro tranquilo, me siento vivo. Estoy vivo. Lo único que añoro del pasado es el calor de Dolores. Ay Lola, Lolita... Su descaro y su picardía me desarmaron en el mismo momento que la conocí. Esa chiquilla morena, de cuerpo menudo, con unos ojos pillos que reflejan toda la sabiduría aprehendida de la escuela de la calle. Quién sabe qué será de ella ahora. Es una superviviente nata, así que me la imagino del brazo (o entre las piernas) de otro hombre, por el que seguramente no sienta nada y, al que con absoluta certeza tendrá embelesado. Así es ella. Su poder de atracción es como el centro de un agujero negro. Te absorbe y sin darte cuenta, ya estás dentro de ella. Mi pequeña pícara.
Los días en este pueblo desangelado son largos, pero no me importa. Disfruto de la lentitud de las horas maquinando mi venganza contra El Cangrejo. Maldito cabrón. Nunca le perdonaré lo que hizo. Mi trabajo y mi futuro se fueron al traste por su culpa. Destartaló mi vida por completo. Eso que habíamos sido amigos del alma durante el colegio, compadres de juerga en la adolescencia, cómplices de amoríos y penurias en nuestra juventud. ¿Para qué? Para recibir esta puñalada trapera. No, Cangrejo, no, fuiste demasiado lejos. Arrieritos somos, y en el camino nos encontraremos...

15 julio 2006

Desencuentros

La respiración de Lucía se cortó al ver a Mario entrar en la fiesta del brazo de aquella chiquilla. El espejo junto al que se encontraba creó un extraño juego de imágenes: su rostro en primer plano contemplaba horrorizado la cara de aquella muchacha a lo lejos. Ni el impecable maquillaje ni su aire arrogante lograron disimular su rostro desencajado. Eran como dos gotas de agua, salvo que aquella niña no llegaría a los dieciséis años de edad. Lucía joven, Lucía adulta.

Lucía miró a la muchacha de reojo. Se reconoció en aquellos ojos asombrados contemplando la opulencia de la fiesta, en su inseguridad apretando la mano de Mario, en su sonrisa angelical de agradecimiento. Una linda concubina, aprendiz del ambiguo y encantador mundo del arte. Ella hace veinte años, al fin y al cabo. Pero ahora Lucía no era aprendiz, dominaba con auténtica maestría el mundillo del espectáculo.

El espejo era la clave de la venganza de Mario. El reflejo de Lucía contrastaba con la imagen de la muchacha joven, recordándole que ella ya no era tan joven ni tan bella. Había nuevas jovencitas dispuestas a sorber su sabiduría y poder. Carne fresca. Era su cruel castigo por la infinidad de amantes que habían conocido su cuerpo en los últimos años. Ni siquiera se atrevió a mirar a su (ex) marido a los ojos. Lucía se alejó de la fiesta como un animal herido que se aparta de la manada sabiendo que no puede esperar la mínima misericordia de sus congéneres.

07 julio 2006

Entre la vida y la muerte

Tales decía que no existía diferencia entre la vida y la muerte.
- ¿Por qué no mueres entonces?- le preguntaron

- Porque no hay diferencia alguna-


¿Estaré dormida? Porque nunca antes había sido tan consciente en un sueño. Abro los ojos y no veo nada. Aguzo el oído y tampoco oigo nada. Ni siquiera siento el tacto de las sábanas. Calma. Intento mover las piernas. No puedo. Ni un sólo músculo del cuerpo responde al mandato del cerebro. ¿Estaré muerta entonces? Porque este vacío no era lo que yo me esperaba. Aquí no hay imágenes, ni sonidos, ni olores. ¿Dónde está la famosa luz al final del tunel?

Razona. Si estuvieras muerta, no pensarías. Ego cogito, ergo sum. La frase de Descartes no es muy tranquilizadora, porque puedo rebatirla. Si estuvieras dormida, podrías despertarte. No puedo, ergo estoy muerta. La filosofía no me da respuesta. ¿Dónde me hallo? ¿Estoy viva o muerta? Un momento. Creo que escucho algo.

- Buenos días son las 8 de la mañana. Estás escuchando Radio...

03 julio 2006

Las cuatro estaciones - Invierno

Al despertar, Marta se extrañó del silencio que había en su casa. Normalmente a aquellas horas había un gran barullo en la calle por el tránsito de los coches. Abrió las persianas y descubrió una pintoresca estampa. Las aceras, los tejados, las farolas estaban pintadas de blanco. Había caído una gran nevada. Sintió cómo el frío entraba por las ranuras de las ventanas.

Frío.
Frío en el ambiente.
Frío en el interior.
Frío en su interior.

Hacía semanas que no sentía nada, ni por ella ni por nadie. No echaba de menos a su (ex) marido. Su escarceo con Carlos terminó con un hasta nunca (era un estúpido egocéntrico). Quería poner un rumbo a su vida y no sabía por dónde empezar. Su vida actual era un cúmulo de (des) propósitos.

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Volver a Finisterre fue la mejor decisión de su vida. Desde su ruptura con Marta, Madrid se había convertido en una cárcel. Se estaba ahogando en la vorágine de aquella gran ciudad, donde no era más que un peatón solitario, un número en la lista del paro, un huésped desconocido en una triste pensión de tres al cuarto. Una sombra en resumidas cuentas. Un buen día, Alberto decidió hacer las maletas y dejar la gran ciudad. Le propuso a su hermana venirse con él. María estaba pasando una mala racha. El breve secuestro le había dejado como secuela una crisis nerviosa permanente. Aceptó la propuesta de inmediato.

Los hermanos llegaron al pueblo y se instalaron en la antigua casa de sus abuelos. Alberto comenzó a trabajar en un pequeño almacén del pueblo y María encontró trabajo como secretaria en Santiago de Compostela. Hace un año, cuando Alberto trabajaba de informático, aceptar aquel trabajo de almacenero le hubiera parecido rebajar su estatus social. Ahora veía que ese puesto en el almacén era un regalo caído del cielo. Un trabajo honrado que le permitía vivir sin preocupaciones.

El cambio les sentó bien. Sus fantasmas quedaron en Madrid. En la Costa da Morte sólo existen fantasmas en las leyendas de las meigas.

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Javier partía rumbo a la sierra para esquiar. En vez de ir por la autopista, decidió atajar por una carretera regional para ahorrarse el atasco de tráfico. A mitad de trayecto vió un vehículo atravesado en el carril. La carretera era demasiado estrecha como para bordearlo, así que cuando estuvo a dos metros de distancia, se detuvo y salió del coche para ver qué sucedía.
- Disculpe, ¿le ocurre algo?- preguntó Javier.

No podía distinguir a la persona que se encontraba en el interior del coche. Las lunas eran tintadas. La puerta del vehículo se abrió y un hombre corpulento salió de él. Debía de medir más de dos metros. Su cara de pocos amigos no le inspiró demasiada confianza.

- Mira quién está aquí... Llevo meses buscando este momento- dijo el coloso con una voz grave.

- Oiga, no sé de qué me habla- contestó Javier. Su instinto le anunciaba un serio peligro.

- ¿No lo sabes? Te refrescaré la memoria... El día que secuestraron a tu amiga en el restaurante chino, tú llamaste a la policía. Fue un fallo técnico nuestro, lo reconozco, pensábamos que ella venía sola. Pero da igual, estuviste a punto de echar por la borda toda nuestro operación. Mira chico, en el ambiente en el que me muevo, el que la hace, la paga. Y ya es hora de cobrar.

Javier notaba cómo perlas de sudor frío inundaban su frente. Sus piernas comenzaban a flaquear. El corazón le bombeaba demasiado deprisa. El pánico estaba invadiendo su cuerpo. Contempló atónito cómo aquel gigante sacaba un arma de su bolsillo y le quitaba el seguro. Una detonación se escuchó en los alrededores de la sierra.

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Nota: Javier, María, Alberto y Marta son personajes circunstanciales de esta tragicomedia llamada vida. Sus historias no tienen final porque la vida da tantas vueltas como el tiempo en las cuatro estaciones. El desenlace queda abierto a la imaginación del lector.