Las cuatro estaciones - Otoño

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Alberto se asomó a la ventana de la pensión. Las tormentas le recordaban a su infancia, cuando vivía en Finisterre. Aquellos días cubiertos de lluvia, su abuelo solía llevarlo junto a los acantilados. Los ancianos del lugar contemplaban el mar embravecido y recordaban historias de pescadores desaparecidos en noches de meigas. Los escépticos decían que habían muerto por la bravura de las olas. Los demás guardaban silencio. Alberto los escuchaba con una mezcla de curiosidad y miedo. Luego volvían a casa donde su abuela les esperaba con el fuego encendido. Mientras se secaba, él le contaba a su abuela los relatos de los pescadores y las meigas. Su abuela le respondía que no hiciera caso de aquellos viejos chochos.
- El peor enemigo del hombre no son las meigas, fillo meu, es la soledad - sentenciaba muy seria.
Cuando creció entendió la gravedad con que su abuela decía esa frase. Ella había pasado meses, años sacando adelante a sus cuatro hijos sóla, mientras su marido trabajaba en la mar. Ahora aquella frase le parecía más auténtica que nunca. Sin casa, sin trabajo, sin Marta. Sólo.
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I never meant to cause you any pain
I only wanted one time to see you laughing
I only want to see you laughing in the purple rain
Marta pensaba lo retorcidas que pueden ser las jugadas del destino. Aquella canción que tantas y tantas veces había escuchado con Alberto se había convertido en la crónica de sus vidas. Quizás fue el azar el que decidió que Marta se olvidara el teléfono móvil aquella noche. Quizás fue coincidencia que su compañero Carlos le mandara un mensaje recordándole su dirección. Quizás fue fortuito que Alberto lo leyera. Quizás estaba escrito que el único desliz en la vida de Marta, lo presenciara su marido. Azar o destino, qué mas daba. La realidad era que ella había perdido a Alberto para siempre.
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Bajo la tromba de agua, una pareja se besaba en un portal. Era Javier despidiéndose de su última conquista.
Mentía. No habría espera y, mucho menos, llamada de teléfono. Pero así ella se iba contenta a casa. Le encantaban ese tipo de chicas ingenuas y perversas. Como la Lolita de Nabokov. Era muy fácil prever sus respuestas ante sus movimientos. Un poco de misterio, un poco de conversación interesante, una mirada a tiempo eran suficientes para llevárselas a la cama. Y luego, a otra cosa, mariposa. Sus amigos le decían que algún día encontraría la horma de su zapato, pero él no pensaba así. Se sentía incapaz de limitar su virilidad a una única mujer. El amor no entraba en sus planes, en absoluto.