
La última llamada fue la detonante. Él le comentó que podrían ir a casa de Marta y Alberto, hacía mucho que no los visitaban. Con aire indiferente le contestó que estaba de acuerdo, luego se verían, y colgó. Otra vez las mismas caras, la misma gente. Su vida se había convertido en una espantosa cuadrícula en la que cada momento estaba programado al minuto. Sabía cuando iría a cenar o de vacaciones. Sabía cuándo haría el amor, dónde le besaría, cómo le tocaría. Su vida era absolutamente predecible, carente de sorpresas. El aire le asfixiaba, aunque sabía que sus pulmones funcionaban a la perfección. La falta de misterio le quitaba el aliento y algo se estaba pudriendo dentro de ella. Olía a muerte. Muerte en vida. Se dirigió al coche como un autómata, respiró hondo y agarró firmemente el volante. No tenía ningún plan, ningún destino, pero ése era su impulso para huir. Ni siquiera derramó una lágrima. Ningún pensamiento nubló su mente. Sólo deseaba escapar, matar la mujer que fue para resurgir como el ave fénix y seguir su camino hacia la libertad.